Hay nubes que llegan a buen puerto después de haber atravesado el océano cuando marinos, mercaderes y paseantes desembarcan sacudiéndose las olas del viaje. Cerca del muelle todo es movimiento, cada quien ejecuta minuciosamente su acción cuando de pronto aparece corriendo de un lado a otro un muchacho que con un gesto de generosa recepción se afana en servir un vaso de vino a los viajantes, ¡es El Pimpi!, la figura que hacía las veces del primer guía de turistas encargado de repartir vino, información e indicaciones entre los visitantes.
Este personaje trajinaba ambientando el famoso y cosmopolita Puerto de Málaga hacia principios del siglo XX, aunque ya desde el siglo XVII el Puerto se había consolidado entre los grandes muelles de Europa gracias al comercio de la uva pasa y el vino de la región. Su fama y esplendor se forjó con la comercialización a gran escala de la uva moscatel, esa de aspecto grande, jugoso y redondo que desde la época de Al Andalus era considerada el manjar de las mesas por su exquisito gusto floral, dulce y aromático a la vez.
Valorada como la uva por excelencia de Málaga, la moscatel requiere de la humedad del mar, de la potencia del sol y de la fuerza de los agricultores que la han hecho crecer desde hace más de tres siglos en las laderas de los Montes de Málaga, lugar en el que también se ubican las bodegas de las que antaño se transportaban las barricas hacia el Puerto en donde los “wine merchants” holandeses, ingleses y alemanes esperaban el emblemático producto.
Hoy ni la figura del Pimpi ni la de los wine merchants asoma por la ciudad, pero la exquisita variedad de vinos de la zona se puede degustar en los diferentes bares y restaurantes en donde Málaga adquiere sabor a uvas y olor a mar.